El Niño de las Monjas estrena las Fallas el 12 de marzo

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Entrevista en Periodico ABC

«Lloro porque yo quiero ser torero». Así nació una historia de película, la del nuevo Niño de las Monjas. Jordi Pérez llegó con once años al Hogar de los Desamparados de Valencia y entre hábitos y junto con su tutor, su actual mozo de espadas, nació su afición. Las monjas intentaron frenar su vocación taurina. No hubo manera: le apuntaron a rugby, pero el día antes de hacer la matrícula rompió a llorar en el hospital donde estaba ingresado su padre. «No sufras, que se va a recuperar», le dijo la madre Elisa. «Que yo no lloro por eso, lloro porque quiero ser torero», repetía el chiquillo de Carlet.

Poco tiempo después, Jordi apareció en el ruedo de Valencia de la mano de una monja, ante la sopresa de los maestros, como Juan Carlos Vera, sobrino del protagonista de aquel filme rodado en 1958 en el que un bebé era abandonado en un convento. «Buscamos información, llamé a la Escuela y me presenté con un educador. Me dijeron que nada malo iba a aprender, que tendría una disciplina y buena educación», explica la madre Elisa, que de niña se «colaba» en la plaza de su Ronda natal para ver las faenas de Antonio Ordóñez. Y lanza su sueño: «Ver torear a Jordi en la Goyesca. Es una pasada de chico. A pesar de que llegó pequeño, procedente de una familia desestructurada y con muchas carencias, tenía ganas de seguir adelante. Con eso llevaba medio camino avanzado».

Tres veces le habían arrancado el corazón. Tres veces perdió a sus padres. La primera, cuando lo entregaron a unas monjas; la segunda, en el entierro del padre; la tercera, la que más le atormenta, con la muerte de su madre. «¿Cómo puede ser que ya no esté, si ayer estaba entre nosotros?». Aquella pregunta, aún sin repuesta, alarga sus madrugadas como las sombras del ciprés desde el 27 de septiembre. Un día antes, Jordi Pérez Presencia había debutado con picadores en Algemesí. Y en el tendido estaba Natalia, la mujer que lo parió un 24 de marzo, rodeada de las otras madres del Niño de las Monjas, su bautizo en los carteles.

Jordi cumplirá veinte años esta primavera, la estación que lo acunó desde que su «Sor» –así llama a la madre Elisa, directora de la Congregación valenciana de los Desamparados– lo recibió frente a la iglesia de San José de la Montaña. «Recuerdo que cuando llegamos mi hermano, que tenía ocho años, y yo, con once, “Sor” le dijo a mis padres: “No os preocupéis, que vuestros hijos van a estar muy bien, marchad tranquilos. Aquí nada malo aprenderán”».

Neruda hubiese escrito los versos más tristes y la ausencia de Benedetti hubiese sido más ausencia. «Yo era muy pequeño, vivía en mi pueblo con mi familia, y no era consciente de que podía venir aquí. Creí que con mi hermano y conmigo no había problema…». Su apariencia es la de un chico feliz, pero en el orden del día aún hay heridas de guerra: «En el Hogar mi vida ha sido bonita y con mucha felicidad, como la ilusión de la carta a los Reyes, pero también difícil, porque irme de casa tan pequeño y no ver a mis padres en toda la semana era muy duro». Jordi traga saliva. Sus ojos se nublan. «Yo he tenido padres, los he querido mucho, y ellos también nos han querido mucho». No hay ningún rencor en su mirada. Ni en sus palabras. Se ha educado en la religión del perdón, en la de dar las gracias. Conmueve la pureza de su verbo, la bondad de quien tanto ha sufrido: «No les recrimino nada; al contrario, agradezco a mis padres todo lo que han hecho por mí. Ellos tenían unas carencias y han llegado hasta donde han podido». Asoman las lágrimas. Los valientes también lloran. Incluso aquel rebelde que en sus travesuras primeras metía gallinas en el armario de un diputado taurino: «¡Menuda se formó!».

Rescatado de la marginación, la habitación número 4, en la planta alta de la Congregación, fue el refugio del niño con pelo a lo Beatle. Bajo el manto de las monjas, también se ha criado su hermana María, una estudiante ejemplar que ha cambiado un futuro en la Medicina por un grado de Integración Social: «Es mi manera de devolver a las madres todo lo que han hecho por nosotros».

Es la hora de la salida del colegio y en el patio de la Orden se forma un trasiego de niños y educadores. Bajo un azulejo de la Virgen de los Desamparados, las madres Elisa y Francisca bendicen los naturales y el entrenamiento de salón del torero criado entre hábitos. «¡Hay que arrimarse!», espeta la directora. ¿No pasa miedo? «Ahora un poco. Pero me encanta ver sus faenas y cómo disfruta. Y le digo que tiene que arrimarse y entregarse». «Me aprieta más que un apoderado», replica el novillero.

El Niño de las Monjas estrena las Fallas el 12 de marzo. Su «Sor» no perderá detalle: «Voy siempre que torea y me acompañarán otras madres». Cuenta que al público «le choca al principio» ver a religiosas en el tendido. Como también se quedan perplejos sus compañeros del colegio: «Hago un grado medio de mecanizador. Antes hice uno de jardinería». ¿Buen estudiante? «Soy un desastre. Como de chico no tuve hábito en eso de sentarme para estudiar, me cuesta, me aburro y me descentro. Solo me gusta lo del toro, eso lo llevo a rajatabla». Y se refiere a la corriente anti: «Hay mucho desconocimiento. Tengo amigos que cuando han ido a la plaza han flipado y quieren repetir. Les supo un poco mal cuando maté el novillo, pero les expliqué que era la última moneda, donde todo acaba: o la muerte del toro o la del torero. Y lo entendieron. Es la vida misma. Yo sé que puedo perderla».

Criado entre rosarios y rezos, es un joven creyente, aunque va poco a misa. No hay torero en el escalafón arropado por más ángeles de la fe: «Mi madre se ha ido, pero tengo muchas que rezan por mí. Me aportan seguridad y confianza». Jordi ya se ha independizado al ser mayor de edad: «Todo cambia, es más serio, como al debutar con caballos. Ahora tengo que hacer la comida, la colada, las cosas de la casa». Pero raro es el día que no visita a las religiosas. En la Congregación Madres de Desamparados y San José de la Montaña sigue entrenando y allí encuentra su verdadero hogar, donde nació su afición junto a su tutor, Fran. «Una tarde de verano, puso una corrida por la tele y le dije que me quería dedicar a eso». Jordi no diferenciaba entonces un capote de una muleta.

Fran sabe que ser figura es casi un milagro. Aquel ayer de películas sepia ha cambiado: antes uno quería ser torero para hacerse rico y ahora parece que hay que ser rico para ser torero. «No se cubren ni los gastos con lo que pagan, pero hay mucha gente que aporta su granito de arena», subraya la madre Elisa, que ha remendado decenas de veces el primer vestido de Jordi. «Era de El Fandi», cuenta. Un azul y oro descolorido después de tantas volteretas del Niño de las Monjas en sus tardes sin caballos. «Tiene muchos zurcidos y remiendos», señala mientras cose en la máquina un roto de la taleguilla y pespuntea con aguja e hilo un oro de la chaquetilla. «Aquí aprovechamos hasta las medias, remendándolas hasta que no aguantan más». El amor también es eso, el de esta madre que se desvela para que Jordi acuda impecable al paseíllo. «Tengo mucha gente que se preocupa por mí –continúa el novillero–. Luis Blázquez, banderillero de Manzanares, me da cosas del maestro, capotes y muletas. Y eso es gloria bendita». Su otro espejo es Talavante. Mientras conversamos, la solidaridad llama: «Rafaelillo te va a mandar un capote y una muleta», comenta el mozo de espadas.

Las oraciones de las monjas dan sus frutos, la generosidad se contagia en una Congregación en la que apenas hay caprichos. «Me conformo con poco, no soy gastoso. Ahora tengo una ayuda por orfandad». El Niño de las Monjas no ambiciona coches ni cortijos. «Con mi primer dinero me compraré un vestido y trastos de torear y, si las madres lo necesitan, se lo daré. A ellas debo todo».

La imagen de sus padres regresa a la memoria. Callamos todos, habla él. «Perdí a mi padre un par de días antes de cumplir los dieciocho. Fue duro, pero era ya mayor y estaba enfermo. El palo gordo fue la pérdida de mi madre». Un llanto amargo rompe el silencio y la paz de la salita del Hogar. Demasiado calvario para tan corta edad. Aquel brutal accidente en la AP-7 aún retumba. «No me lo creía. Es una fecha grabada a fuego. ¿Cómo puede ser si ayer estaba entre nosotros? Aún me lo pregunto. Ni lo entendí ni lo entiendo…». Era la tercera vez que le arrancaban el corazón. «¿Puedo contar algo que no he dicho a nadie?». Adelante: «Se me hace tan raro que mi madre no esté, que pienso que se ha ido y que algún día volverá, que no ha fallecido». Clava las manos en su rostro, cierra los ojos. Reflexiona en alto con su soledad: busca un último abrazo con Natalia, una respuesta a preguntas sin contestar. «Solo pido diez minutos más con mi madre. ¿No es tanto, no?». Para ella y su padre será el brindis en Fallas: «Es duro, pero se lo merecen. Estarán juntos en el cielo y quiero que se sientan orgullosos de mí». Entre el dolor y la gloria, el eco de la esperanza llama: «La vida me dio otra oportunidad. Tengo muchas madres más». Es el Niño de las Monjas. Y su «Sor» le recuerda la hora de la verdad a un torero al que no le importa morir por lo que vale la pena vivir: «¡Hay que arrimarse!».

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